domingo, 22 de febrero de 2009

La caída

Poco a poco desaparecía de su horizonte, y en esa curvatura comenzaban a definirse la tristeza y el dolor. Comenzó a sentir ese cosquilleo inquietante en la nariz, una especie de refrescante mentolado pero con una desagradable sensación que presagiaba lo que venía después. Ese cosquilleo que apuntaba su nariz hacia el cielo, delató la inversa sonrisa que dibujaban sus labios y cómo iba desencajándose la mandíbula, tanto que sentía que podría tocar sus rodillas con ella. El triste frescor de su nariz provocaba que sus mejillas se enfrentaran con sus ojos como una lucha por conseguir el territorio o, tal vez, por impedir un hecho inevitable. Los párpados arrugados contra sus mejillas temblaban y las manos se acercaban peligrosamente a la cara, mientras de su garganta comenzaba a salir un débil pero angustioso quejido. El suelo se hundía en sus rodillas y el cuerpo se volvía frágil cristal que se doblaba sobre si mismo. Se prendía, de dentro a fuera, un fuego que compungía el corazón y demás órganos vitales, extendiéndose desde el pecho hasta el cuello, arrancando un alarido por la boca y atravesando las fosas nasales hasta las pupilas ocultas tras la derrota. Ahí, en ese punto álgido del malestar y la tristeza; ahí, donde el adiós se vuelve más real que cualquier miseria conocida; ahí nacieron las lágrimas, que recorrían desde el cielo de su rostro hasta la tierra de su cuerpo olvidado.

miércoles, 4 de febrero de 2009

El desafío nocturno

Entre la tozudez, la terquedad y el hastío de vivir a dos pies, calló al suelo sin valor alguno para levantarse. Su compañera de vida, terriblemente angustiada por el fracaso aún no concebido, sabía que no podría hacer el esfuerzo suficiente para alzar el peso de un hombre despojado de su honor y coraje de otro tiempo, al menos del tiempo en el que él creía tenerlos. Valoró la gravedad del asunto, estimó los detalles que recompondrían aquel momento en pasajero, se armó de valor, tal vez más presuntuoso que real, y movió cuanto pudo haber movido del hastío, la terquedad y la tozudez hasta el lado opuesto de la sala.



El tiempo pesaba tanto en las arrugas y los huesos que la vida se escapaba por la boca y por los ojos con el valor de soportar lo insoportable. Finalmente, cogió aire, todo el que pudiese quedar en aquella sala, volvió a armarse de valor y pidió auxilio. El camino que recorría no podía hacerlo sola ni acompañada de la tozudez, la terquedad y el hastío. Blandió el teléfono y el auxilio llegó para socorrerla.